14 abril 2020

Los trabajos de Persiles y Sigismunda


Es ley inexorable, al parecer: deslumbramiento en la primera lectura, decepción (relativa) en la segunda. En el caso del Persiles, mi fascinación llegó al punto de considerar esta novela como equiparable al Quijote e incluso como su remate: me pareció que era la contrapartida en plan positivo de lo que se había contemplado en negativo en el Quijote: es decir, Cervantes planteaba en el Persiles al auténtico héroe, libre de los engaños pueriles de la caballería y asentado sin más en el terreno firme de la virtud.

En esta segunda visita, en cambio, me ha parecido una obra más bien desestructurada, que hilvana episodios por lo demás muy parecidos entre sí y que insiste una y otra vez en el tema del mal de amor y la bella esquiva. Debe de ser una impresión superficial, sin embargo, porque curioseando por ahí encuentro gente que es capaz de otorgarle una estructura y un propósito bien definidos, aun reconociendo su inferioridad al Quijote. A cambio, me han encantado las frecuentes sentencias a que tan aficionado es Cervantes, y donde se ve quizá a un hombre que, en efecto, ve próximo el tránsito a una mejor vida y va poniendo en orden los muebles, quiero decir, claro, el estado de su alma.

De lo que no se puede dudar es de que nos hallamos ante una reelaboración en sentido cristiano de las viejas novelas griegas, o bizantinas, de amor y aventuras. El peregrinaje a Roma con final feliz a través de vicisitudes sin cuento que van aquilatando el amor de los protagonistas (Luis Rosales pone muy bien de relieve todo esto en el libro que comentaba aquí hace poco); el contraste entre los bárbaros y los bellísimos protagonistas (que es fácil equiparar a las almas privadas de la gracia frente a las adornadas con este don divino); y la insistencia, tan de moda en su tiempo, en el libre albedrío, que hace que uno pueda superar su condición de bárbaro mediante la práctica de la virtud, así lo ponen de manifiesto.


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