19 marzo 2020

Tierras del Ebro


“La primavera palpitaba en el aire”. Es el mejor resumen de las descripciones de la naturaleza que Sebastián Juan Arbó nos brinda en esta novela. Si no estuviera Gabriel Miró, se erigiría en el primer paisajista del siglo XX. Las riberas del Ebro cobran vida, en efecto, en cada uno de los capítulos de la obra, y una vida jubilosa compartida cada primavera por sus habitantes. Y, sin embargo, no estamos ante una novela optimista. De hecho, podría considerarse como uno de los últimos relatos naturalistas. El hombre no está a la altura. Diríamos que le agria la fiesta a la naturaleza si no fuera porque esta permanece indiferente al modo como el ser humano es capaz de destruirse a sí mismo, con sus orgullos y sus odios. Una nube de desesperanza, en efecto, constituye el desenlace de la historia, la historia de un aparcero de Amposta capaz de ser feliz, al principio, con una mujer amada y un terruño. Y un hijo. Pero basta que la mujer muera en un mal paso para que en Juan aflore lo peor de sí mismo. Incapaz de recuperarse, tiñe de infelicidad el resto de su vida y la de su hijo, con la colaboración de sus vecinos. Como en el Blasco Ibáñez de las novelas de Valencia, vemos solo el lado bestial de los habitantes de tan, en principio, agraciadas tierras. Cero esperanza, sí, al volver la última página. Y lo lamentamos por lo que podía haber sido, desde el punto de vista humano, una novela tan bien llevada en lo literario, ya que hasta sus momentos de monotonía, ante los que te ves tentado a decir aquello de “le sobran tantas páginas”, tienen su sentido.
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