07 octubre 2017

Solaris

Dice Jesús Palacios en la introducción que la historia de la ciencia-ficción ha puesto de manifiesto nuestra incapacidad por imaginar vidas extraterrestres, ya que lo que hace la ciencia-ficción es no es sino volver sobre nosotros mismos, bajo las apariencias que sean. Y lo dice incluyendo a Solaris, aunque quizá sea esta novela de Stanislaw Lem una de las que más se hayan acercado a pensar algo diferente. En efecto, el intento de Lem resulta subyugante: poco después de la misteriosa entrada en escena del narrador y su compañero de trabajo aquel nos revela el objeto de su investigación, ese planeta Solaris que ha dado lugar a una nueva ciencia, la solarística; ese planeta cubierto en su mayor parte por un mar de materia orgánica a la que costó atreverse a calificar de viva. Un ente capaz de jugar con los seres humanos produciendo copias autoconscientes de otros humanos ya difuntos y escenarios de todo orden sin que se sepa con qué finalidad o si acaso la hay. La narración avanza con la frialdad de un informe aunque nos deje entrever el terror existencial del narrador y del resto de personajes. La pregunta por el origen está ahí, por supuesto, formulada en términos parecidos a los de Clarke en 2001 odisea espacial, es decir, como posibilidad de que el ser humano sea el juguete de una inteligencia extraterrestre cuya forma y características ni siquiera sospechamos.   

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